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CUBA cierra los COMEDORES OBREROS

Un devaneo de la memoria por uno de los íconos de la cultura colectivizante de la revolución castrista a propósito del anuncio de su clausura.

Por PEPE FORTE/Editor de i-Friedegg.com /Ilustración del autor.

Posted on Sep. 25/2009

Me llama mi amiga Alina Fernández Revuelta mientras conduzco de vuelta a casa, para comentarme un cable que viene de Cuba —milagro que no se lo comieron—, que dice que los “comedores obreros” van a ser cerrados en La Isla. Fue ella, según un chachareo semanal que mantenemos de “viejas malas” —lo contrario de “buenas nuevas”— sobre informaciones que salen de allá, quien también me anunció hace unos días la clausura de las escuelas al campo —bueno, creo que eran las escuelas en el campo, que una simple preposición aquí representa todo un cambio de identidad—. El caso es que aquella nota y esta otra de hoy me condujeron a un recorrido mental por algunos de los íconos de "proyección social" de la Revolución que ahora al cabo de medio siglo comienzan a fenecer, y del inventario obtuve esta reconstrucción de los comedores obreros.

Los comedores —yo preferiría ‘comederos’— obreros, fueron en su momento una “conquista revolucionaria”. Por el precio módico —no tanto como veremos más adelante—, de 50 centavos diarios, los trabajadores cubanos todos —lo mismo los de cuello blanco que azul, o con preferencia sin cuello, o si con él sin especificar mejor empercudido por la carencia de jabón de lavar— tenían acceso a un almuerzo caliente en un espacio mal oliente y 'mosqueado' —en este caso no en su acepción de “aburrido” o “solitario” como indica ese calificativo en el habla popular cubana, sino "lleno de moscas"—, que servía de recinto para matar al mediodía malamente el ruido de las tripas que no desayunaron.

Todos los comederos no eran iguales: había unos de más mala muerte que otros… porque con el "avance" de la revolución de pronto empezaron a aparecer en instituciones como el Centro de Investigaciones Científicas —¡Sofía y Bruno en el País del Átomo!— y lugares así rimbombantes con pretensiones de contemporaneidad copiada de alguna película franco-italiana con cuchareta sovietizante de por medio —no olvidemos que éste es un fenómeno de los años 60 y los 70—, unos comedores más distinguidos que, aunque con el pésimo menú de los demás, por lo menos ganaban inicialmente la batalla de una tambaleante pulcritud.

En general, un comedero típico, ya fuese el de la Cervecería La Tropical en Marianao, el de la Fábrica de Ómnibus Girón en El Vedado o el de la Universidad de La Habana, olía a comida indescifrable pero decididamente vieja, cuyo matiz más identificable era el de la solterona manteca rancia. Para sorpresa de los estudiosos de los aromas, este olor —que no lo era, pero que tampoco degradaba específicamente a hedor— solapaba al que habría de dominar el aire, el de lo que se cocinaba pero… misterio, misterio…

El olor no procedía de las fuentes de alimentos fragantes en estado natural o de éstos en proceso o en cocción, sino de la paredes porosas y sobre todo de los manteles mágicos —que tenían una enigmática combinación de resbalosos y pegajosos a la vez— que a fuerza de ser ¿higienizados? con un paño húmedo y ya —el (el detergente) se lo robaban las camareras y cocineras— , atesoraban capas y capas de remanentes de comida como un palimpsesto de mugre. Lo más desconcertante —¡y a la vez fascinante!— de estos manteles de vinilo —los de tela se volvieron muy inconvenientes por las exigencias de lavado—, era que a contrapelo de la condición natural de este género sintético impermeable, se iban impregnando del paso y expansión semanal vía trapito inmundo de los restos de comida que caían sobre él y, en vez de repelerlos, se los incrustaba para luego regurgitar sus aromas. Claro, más tarde, estos manteles también desaparecieron —¡son rezago de la burguesía, especialmente si rayados tipo falda escocesa!—, del mismo modo que se evaporaron las mesas de 4 comensales para ser sustituídas por largas mesetas colectivizadoras de madera desnuda, unidas a bancos a toda su extensión, que había que saltar. Estos bancos, por obra del traicionero tropezón, más de una vez crearon episodios de baño de potaje al portador y/o a un infeliz sentado. Su única virtud era que, como las mujeres con falda tenían que alzar las piernas para cruzarlos antes de sentarse, de cuando en cuando los hombres podía enterarse del color de los blúmers de Clarita, la tesorera del sindicato. Probablemente, la pantaleta llevara hoyos más reveladores aún...

Este modo cuasi cavernario de comer en mesas reducidas a su más primitiva expresión, debieron haber producido orgasmos de satisfacción socialista al Ché Guevara, pues fueron espejo perfecto de su espíritu atrasado y turbio.

El costo de 50 centavos por plato mencionado encima duró años como parte de la política de inmutabilidad de precios del régimen —los autobuses y el periódico se quedaron anclados en 5 centavos por años y años, no importa si el petróleo, el papel o la tinta (y no la de calamar) subían o bajaban en el mercado internacional—. Era un precio “obrero”, fijo, impertérrito, subsidiado, pero tampoco vaya usted a pensar que era tan barato. El salario promedio de un trabajador cubano de los años 60 y 70, desde el cirujano cardiovascular hasta el barrendero de calle, era de $110 pesos. Cincuenta centavos por 5 días de la semana laboral castrista —se trabajaba entonces los sábados media jornada pero ese día el comedero no abría— son $2.50. Al mes, $10 pesos… El promedio de gasto en almuerzos estatales de un obrero cubano era por tanto de alrededor del 10% de su ingreso mensual...

Otro aspecto de la personalidad de los comederos obreros era el ruido. De entrada, garantizaban la bulla —algarabía— natural, emanada de la simple confluencia de un cubano y otro… a la que se sumaba un escándalo del carajo por la cacharrería de la cocina en la que llevaba la voz cantante el traca-tá de la clásica bandeja de aluminio tipo Thali, dividida en 6 bajorrelieves, presididos por uno más grande y redondo al centro donde anidaban… ¡ta-rá… los chícharos!

Los chícharos, del mismo modo que los historiadores colegian la dieta de una etnia por el ajuar revelado en un sitio arqueológico, merecen un análisis aparte en la historia cubana del último medio siglo, sobre todo en el período jurásico 1959-1970, pero eso lo dejaremos para otro momento.

El menú del comedero era uno solo por día, elevando pues a la categoría de restaurante gourmet a las humildes fondas de barrio suprimidas por Castro. Los componentes más rutinarios de la selección culinaria obrera eran, como ya anticipamos, los chícharos —plain como la recta Florida-Camagüey—, que había que comérselos rápido mientras mantuviesen el calor de cadáver reciente porque después de ello se convertían en un monolito que se pegaba a la bandeja con la eficacia de adhesivos futuros; harina de maíz —¿de maíz?—, uno de los peores ofrecimientos porque generalmente —¡yo no sabía que la harina era tan mal llevada!— venía sola o en el mejor de los casos con un huevo hervido —a menudo prematuramente— bañado en una salsita siniestra cuyo origen no habria podido descifrar ni el mismísimo Darwin; pastas —tipo “coditos”— del que con la certeza de que el Sol sale por el Este y nada más que por el Este usted podría asegurar que nunca vendrían decorados con queso y, finalmente, de cuando en cuando, en el departamento más expresamente proteico, carne rusa —¿sería de oso jubilado?—, decorada con abundante sebo, y spam del mismo origen, que no sé por qué siempre terminaba dándome picazón en los ojos (¡Tantas veces, en mi desespero, soñé con que vendiesen junto con el spam un potecito de Benadrilina anti-estamínica!).

En este acápite entran por derecho propio los “tronchos”. Los tronchos eran ruedas de pescado, preferentemente con muchas, muchas espinas, no importa si de macarela, merluza, jurel, bajonao, chicharro o de cualquier pez atrapado por allá frente a las costas de África en las redes de la Flota Cubana de Pesca —a la que creo que Silvio Rodríguez le dedicó candoroso una canción— y que con esmero ignoraba la prolija fauna de la plataforma insular (la cherna y el parguito frito para entonces, sólo habitaban —y casi ya desteñidamente— en la mente del cubano).

Los tronchos también podían ser en conserva, de importación, siempre de China, que llegaban durante esos remansos de armonía en que el gigante asiático y la islita del Caribe no se tiraban de los moños como dos chiquillas antipáticas en disputa por una muñeca de vestido político. Pero no importaba si de pescado congelado o enlatados, los tronchos, ineludiblemente intoxicantes, generaban picazón con las consecuentes —¿o al revés?— ronchas y urticarias.

El postre, en el país más dulce del mundo, siempre era magro en azúcar, y generalmente consistía en un género baboso no identificado —como los ovnis pero sin cualidades aerodinámicas, una suerte de magma indescifrable, en el mejor de los casos el eslabón perdido entre la confitura y la mermelada o, en el peor, entre el petróleo o la lava volcánica sólo que fría, y aún así cuando faltaba… ¡se le echaba tanto de menos!

A veces, por el contrario, era una mermelada con fruta de base desconocida para el trópico, intolerablemente empalagosa, que te hacía entonces pasar todo el resto de la jornada laboral tomando agua desaforadamente.

Si los comensales se ponían tan de suerte como para que un ciclón arrasara Isla de Pinos, entonces por algunas semanas servían dulce de toronja de las cosechas originalmente destinadas a la exportación pero que el huracán dañó...

El caso es que con ese menú único, singular, conciso, expreso, expedito, rectilíneo, usted podía apostar a que las flatulencias vespertinas de la legión de fundidores de la Antillana de Acero en El Cotorro llevaban las mismas características odoríficas… lo cual nos conduce a un análisis marxista de la belleza igualitaria del pedo proletario.

Con el tiempo, los comederos obreros —a los que ¡oh, ya lo olvidaba!, no les faltaban las largas colas de espera—, se fueron diversificando en distintas criaturas con características según su asiento. No era lo mismo el del paradero de la Ruta 10 en Jacomino que el de la Dirección Municipal del Partido en Luyanó… hasta llegar a verdaderos actos de transculturación como vio este servidor en el comedor de la planta soviética de níquel en Moa, ¡en el que se servían para los trabajadores orientales de Cuba insípidos pilmenis..!

En realidad, no sé qué han sido de los comederos cubanos por los últimos 20 años para que, al igual que los opositores políticos, terminen fusilados. Los comedores obreros ahora se van por el fregadero de la historia, llevándose consigo sus pertinazmente grasosos manteles de vinilo, las abolladas bandejas de aluminio —tanto, que a veces parecía que habían violado una luz roja— y las burdas cucharas de sopa, único cubierto de mesa que conocieron ellos. Lo triste es que quién sabe si a estas alturas, alguien en Cuba que no tiene a nadie en el extranjero sueña, para matar el hambre por lo menos imaginariamente —¿Pánfilo?— con aquellos chícharos a 50 centavos que, cuando se enfriaban, revelaban su insospechada vocación de cemento…

 
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