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CARTER revisita su pasado incapaz en La Habana

Otra vez traiciona a su país. En lugar de exigirle a La Habana que libere incondicionalmente a su compatriota encarcelado en Cuba, se pone del lado de la tiranía castrista y aboga por la liberación de los cinco terroristas cubanos presos en Estados Unidos. ¿Nadie ha podido recordarle cuánto lo vituperó Castro durante su presidencia o es que, más allá del protocolo político, desconoce la dignidad?

Por PEPE FORTE/Editor de i-Friedegg.com,
y conductor del programa radial semanal AUTOMANIA, y de EL ATICO, diario, por WQBA 1140 AM,
en Miami, Florida, una emisora de Univisión Radio.

Posted on March 30/2011

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Perdonadme. Por Dios que trato, pero no puedo. Tengo que morirme mil veces y mil veces nacer para ver si algún día, si para entonces existen los partidos Demócrata y Republicano en Estados Unidos, unirme a las filas del primero. Y la culpa la tienen dos presidentes norteamericanos: James Carter y Bill Clinton… by the way, los peores—no es Bush— que ha conocido la Casablanca en el siglo XX.

No me importa convencer ya a nadie de ello. Mi rabia, enorme, roja, inconmensurable, la típica que estalla tan aparatosa y sorprendentemente vibrante como los fuegos artificiales en almas apacibles como la mía cuando se le agota la paciencia, sobrevuela ese probable propósito. Si alguien quiere conocer mis argumentos contra Clinton cuando lo dibujo como uno de los dos mandatarios contemporáneos más nefastos que ha padecido el país, simplemente pulse sobre esta línea azul, y lea el artículo que escribí en la prensa de Miami cuando él publicó sus memorias. Si quiere de antemano adivinar el por qué de mi ojeriza contra Clinton, ignore el asunto de la Lewinski, pero haga acopio de la afrenta de Elían.

Las razones por las que ubico a Carter en la misma platea, ya se las cuento, pero antes permitidme explicar mi ira:

En su segunda visita a La Habana ahora en marzo del 2011, Carter ha reclamado desde allá hoy en la conferencia de prensa que ofreció como colofón a su periplo, el levantamiento del embargo, ha exigido que los norteamericanos viajen a Cuba sin restricciones, que el régimen castrista sea sacado de la lista de países que aupan el terrorismo, y que los cinco criminales cubanos que atentaron contra la seguridad de Estados Unidos y que están presos aquí sean liberados porque no tuvieron un juicio justo. Al mismo tiempo, no hizo nada para traer de vuelta a su conciudadano Alan Gross, encarcelado injustamente en Cuba. Qué pena… sólo olvidó pedirle al Vaticano que canonizaran en vida a Fidel Castro.

No creo que pueda existir un solo cubano genuinamente exilado que no se sienta profundamente ofendido por lo que James Carter expresó hoy en su esclerótica —¿habríamos de perdonarlo por ello?— comparencia ante los medios. Los que son o se consideran emigrados económicos tal vez se sientan a gusto, pero yo no soy uno de ellos. No vine aquí tras un auto o una tarjeta de crédito para comprar ropa o electrónicos en Macy’s o Best Buy. Vivo en Estados Unidos porque estoy lleno de cicatrices emocionales con estrías políticas, y porque la tiranía de Castro me flageló como lo hicieron a contrapelo a Cristo, y mire usted, me prohibí a mí mismo olvidar. La dictadura de Castro me asfixiaba. Siempre aspiré a ser un ciudadano del mundo y un hombre libre, cosa que sólo aquí en Estados Unidos he podido ejercer. Acepté la ciudadanía norteamericana por convicción, no por conveniencia, ni para tener un pasaporte de Estados Unidos que me permitiera viajar libremente por el mundo sin necesidad de visa, sino para poder votar ya que en mi país de origen aún a mis 53 años, de haberme quedado allí, aún no habría podido hacerlo.

Todavía hay quien no entiende por ahí por qué los más rancios exiliados cubanos —un servidor— son republicanos y no demócratas. No se afane usted más en volteretas que pretendan desenmascarar razones al modo del académico que intenta explicar filosóficamente por qué preferimos la ducha tibia a la fría. Es simple: es cuestión de ideología.

Con Carter, demócrata, me siento otra vez traicionado… es como un papel carbón que le pusiéramos a lo que nos hizo Kennedy.

Pero ya les digo —sobre todo para la gente joven a la que sus padres no le han sabido explicar—, por qué Carter fue un error en la presidencia norteamericana. La lista de las meteduras de pata de James Carter durante su administración es enorme. Toda y cada una de las decisiones que Carter tomó como presidente resultaron una flagrante amenaza contra la seguridad nacional del país que él gobernaba. Tan sólo por recordar algunas, citadas no en orden cronológico ni jerárquico: Carter mandó a detener el desarrollo del por entonces nuevo bombardero estratégico; paró la bomba de neutrones; reveló el proyecto del stealth; firmó el Acuerdo de Limitación de Armas Estratégicas Salt II con Brezhnev; entregó el Canal de Panamá; fue incapaz de manejar la crisis de los rehenes norteamericanos en Irán (consecuencia del abandono que le prodigó al Sha Mohamed Reza Pahlevi); no frenó la invasión soviética a Afganistán, ni la presencia cubana en Angola; no enfrentó a Castro con la estocada migratoria del Mariel; allanó el camino para que los sandinistas se hicieran del poder en Nicaragua, y para colmo terminó destrozando la economía norteamericana que luego Reagan tuvo que restaurar y, además, revivir el alma marchita de la nación.

¿Es posible legalmente encausar en EEUU a un expresidente por traición a la patria? ¿O por poner en peligro la estabilidad del país? No lo sé, pero creo que sí podemos pararlo para que, 20 años después de haber abandonado la Oficina Oval no continúe siendo el abogado del Diablo y siga representando como en el refrán “candil de la calle, oscuridad de su casa”, más los intereses de países hostiles al suyo y no al propio.

Carter se reunió con Yoani Sánchez y otros disidentes u opositores —ahora me doy cuenta que tontamente me sentí esperanzado y me avergüenzo de ello— como un gesto simbólico para aparentar imparcialidad. Carter no me puede convencer de ser un hombre que practica el equilibrio; ya sé de qué lado se inclina su balanza.

Pero lo más bochornoso de la visita de Carter a Cuba es que no tuvo pantalones para exigirle al gobierno cubano que incondicionalmente pusiera en libertad a su compatriota Alan Gross, injustamente encarcelado y severamente sancionado allí. Clinton al menos el año pasado subió a un jet, aterrizó en Corea del Norte y se trajo de vuelta en el bolsillo a las dos chicas coreano-americanas a las que la tiranía de Kim Ion Il les fabricó un caso como ha hecho Cuba con Gross. Carter sigue siendo ahora de viejo el mismo ser pusilánime y carente de carácter que en su época de presidente número 39 del país.

Cuando recuerdo cuánto fue vituperado y ofendido Carter personalmente por Castro y través de la pose oficial durante su presidencia de 1977 a 1981 y ahora lo veo visitar Cuba y reunirse campantemente con su ofensor, no tengo más que dos alternativas de pensamiento acerca de él: o es un idiota o es un indigno. Ya sé que el ser pragmático lleva pátina de mantequilla... pero todo tiene un límite. Quizás estoy siendo muy duro con él y debería pensar mejor que lo mudaran a un home que le garantizara dieta blanda, un rompecabezas semanal, una salida en microbus al zoológico cada mañana de sábado y una buena cantidad de los pampers más absorbentes, a ver si se le impide este oficio fallido de componedor de bateas de política internacional.

Estoy ofendido, desconcertado, irritado… al punto que creo ya que ni su edad es óbice para no sentir el debido respeto por Carter. ¿Qué derecho tiene él entonces desde sus ochenta y tantos años y su inmaculada guayabera a faltar el mío?

Que cada cubano que viva en Estados Unidos milite en el partido que le parezca. Es su derecho. Pero en cuanto a mí y los demócratas, I had it again. Así que si alguien pensó —incluso yo mismo de mí mismo— que en algún momento podría visitar la banca demócrata, que ponga esa aspiración a la sombra de las quimeras. Blame on Carter.

A ver si mañana se me pasa...

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