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La FUTURA ESCLAVITUD

José Martí comenta un ensayo escrito y publicado por el pensador inglés Herbert Spencer a finales del Siglo XIX en el que, premonitoriamente, advierte de los peligros del socialismo.

Por PEPE FORTE/Editor de i-Friedegg.com
Posted on Aug.12/2010

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He recibido —otra vez— en estos días uno de esos e-mails o correos electrónicos itinerantes, de cadena, cuyo sujeto en este caso es una opinión de José Martí sobre el socialismo. Respecto de tal reflexión del Apóstol de Cuba, a lo largo de años, ésta se ha venido desfigurando y es común su abordaje en la prensa escrita y más contemporáneamente en la cibernética —la Internet—, al igual que en la radio y en la televisión, como propia de él, cuando en realidad es atribuida. El titulo de la pieza es “La Futura Esclavitud”.

En este e-mail que cito, ahora veo que dicen que la opinión de marras de Martí la reflejó en una carta a su amigo querido —“hermano del alma” como le llamaba—, Fermín Valdés Domínguez. No es así.

Fue en 1983 cuando un amigo mío (que por entonces tenía 40 años y yo 26) con el que llevaba una especie de duelo de lectura de las obras completas de Martí —que mi padre había adquirido en 1964—, que me enteré de este escrito porque me lo mostró. "La Futura Esclavitud" no es exactamente un artículo de Martí, sino un ensayo del pensador y filósofo inglés Herbert Spencer, cuyo título original es The Coming Slavery, publicado a finales del siglo XIX.

Spencer nació en 1820 —era mayor que Martí—, en la era Victoriana, y murió en 1903. Liberal, con visos de anarquista, su pensamiento se presta a múltiples interpretaciones. Para alrededor de 1870, Spencer era una figura reconocida, que vivía de la publicación de sus ensayos en la prensa inglesa y se movía en un espectro pendular que iba de la controversia a la influencia. En 1884 escribió una obra titulada "El Hombre versus el Estado". Es en esta época que publica el ensayo que nos ocupa.

Herbert Spencer preconizó la substitución del estado per se por el comercio como entidad globalizadora, supresora incluso si no de nacionalidades, por lo menos difuminadora de fronteras, y es por eso que en la propia Inglaterra hay quienes todavía hoy le consideran un ciudadano antipatriótico. Spencer proclamaba el derecho del hombre a ignorar el estado. Curiosamente, su tumba está muy cerca de la de Karl Marx en el cementerio de Highgate en Londres.

José Martí leyó “La Futura Esclavitud” de Spencer en New York, donde vivía desde 1881. Con su genial perspicacia notó y compartió sus razones. Martí entonces escribió y publicó a su vez en "La América", en New York, en abril de 1884, cuando tenía unos 30 años, un artículo de elogio al ensayo de Spencer, COMENTANDO y CITANDO las frases de éste que ahora le atribuyen, aunque también elaboró sobre el tema, naturalmente, a través de su prosa inigualable. De ahí viene la confusión...

Martí, a través de Spencer, comprendió en las palabras de éste cuán pernicioso sería el establecimiento de un estado socialista, al corte de lo que luego fue conocido como comunista, sistema lamentablemente establecido en el Siglo XX en casi medio mundo. Del conjunto del texto, probablemente su frase esencial y definitoria es esta: De ser siervo de sí mismo, pasaría el hombre a ser siervo del Estado. De ser esclavo de los capitalistas, como se llama ahora, iría a ser esclavo de los funcionarios.

El hecho de que al Apóstol le haya llamado la atención el razonamiento de Spencer, y en consecuencia escribiera un artículo que lo endosa, dibuja ideológicamente a un Martí totalmente distinto al perfilado por la academia comunista cubana y el establishment castrista. “La Futura Esclavitud” de Martí se antepone de plano a lo que en la Cuba de Castro llaman su “testamento político”, la carta inconclusa a su amigo Manuel Mercado, que esgrimen a diestra y siniestra para presentarlo como el primer miembro en ciernes del partido comunista que por entonces el planeta todavía ni había tenido el disgusto de conocer.

Empero asombrosamente, a pesar de esto, por alguna razón (quizás por descuido, porque malas intenciones les sobran), en las ediciones de la Obras Completas de Martí publicadas en Cuba ya bajo la dictadura de Castro, —que se ha dado gusto en manipular al Apóstol—, la primera de 1963 y luego en 1975 y 1983, este artículo de José Marti NO fue abolido ni censurado, sino que aparece en ellas. En realidad, si se hubiesen dado cuenta a tiempo, probablemente lo habrían desgajado del compendio: Me contaron confidencialmente a finales de los ’80 que ello no ocurrió en la primera edición porque para entonces la fiereza ideológica del regímen no había crecido colmillos que llegasen tan profundo, sumado el hecho a la feliz circunstancia de que todavía no se habían marchado al exilio algunas personalidades decentes de la cultura cubana que, carentes de la mala sangre comunista, no se pusieron a hurgar con premeditación en la obra del Maestro o bien se habrían opuesto a la profanación si alguien hubiese osado proponerlo siquiera. Mas para la edición ya bajo el Centro de Estudios Martianos (una buena idea con malas intenciones), fundado en La Habana en 1977 bajo la dirección de Luis Toledo Sande, otro amaestrado de la nomenclatura intelectual de la tiranía cuyo propósito era acomodar la obra de Martí a los presupuestos de Castro, sí estuvieron acariciando la idea de hacerlo. Sin embargo no se atrevieron.

Para precisar, este artículo de Martí aparece en el Tomo “Europa” de la citada edición de 1963-1965, de 28 totales, de la Editorial Nacional de Cuba; en Obras Completas, tomo 15, “Europa”, de la Editorial de Ciencias Sociales, La Habana 1975, en las páginas 388-392, y también en La Gran Enciclopedia Martiana, de 1978, publicada en Miami, Florida, por Ramón Cernuda bajo la Editorial Martiana, en el Tomo 11 “Europa”, entre las páginas 367 y 371.

Un detalle que no podemos soslayar es que, en realidad, éste es uno de los escritos menos conocidos o divulgados de Martí y del que, a menudo cuando es reproducido, eliminan la introducción que le hace.

Finalmente, aunque de sorprendente vigencia en su esencia, no podemos ignorar que algunos puntos en particular abordados lo mismo por Spencer como por Martí, son muy de época y por tanto inconexos con la realidad contemporánea.

A continuación, exponemos el comentario —que eso es en realidad lo que es— del Apóstol, íntegro —con la entrada citada arriba y tan a menudo obviada—, al ensayo de Herbert Spencer “La Futura Esclavitud". Al final de esta columna, si el lector lo desea, puede clickear en la línea que le llevará al ensayo de Spencer, en español. Además, otra línea semejante conduce a un artículo que en 1884 escribió Pablo Lafargue, cubano, yerno de Karl Marx, refutando los argumentos de Spencer y subrayando los del fundador de la filosofía que luego Lenin empleó para sustentar el comunismo.

Ahora, “La Futura Esclavitud”, de José Martí:

 

La Futura Esclavitud
por José Martí / "La América", New York, abril de 1884

INTRODUCCIÓN: Por su cerrada lógica, por su espaciosa construcción, por su lenguaje nítido, por su brillantez, trascendencia y peso, sobresale entre esos varios tratados aquel en que Herbert Spencer quiere enseñar cómo se va, por la excesiva protección a los pobres, a un estado socialista que sería a poco un estado corrompido, y luego un estado tiránico. Lo seguiremos de cerca en su raciocinio, acá extractando, allá supliendo lo que apunta; acullá, sin decirlo, arguyéndolo. Pero ¡cómo reluce este estilo de Spencer! No es ese estilo de púrpura romana de Renán, sino cota de malla impenetrable, llevada por robusto caballero. Muévese su lenguaje en ondas anchas, como las que imprime en el océano solemne un imponente vapor trasatlántico. Es su frase como hoja de Toledo noble y recia, que le sirve a la par de maza y filo, y rebana de veras, y saca buenos tajos, y tanto brilla como tunde: derriba e ilumina. Su estilo no tiene muchas piezas, ni las ideas le vienen de pronto y en racimo, y ya en la familia y dispuestas a expresión, sino que las va construyendo lentamente, y con trabajoso celo leyéndolas en los acontecimientos. Se inflama a ocasiones en generoso fuego; pero la llama, que brilla entonces intensa, dura poco. Es un estilo de cureña de artillería, hecho como para soportar las andanadas certeras que desde él dispara el pensamiento. Habla, como otros en cuadros, en lecciones; tanto, que a veces peca de pontífice. Como en una idea agrupa hechos, en una palabra agrupa ideas. Sus adjetivos le ahorran párrafos. El funcionarismo, que tiene intereses comunes, es 'coherente'; el público, que anda suelto y se pone raras veces al habla, es 'incoherente'. 'Agencias' son las fuerzas sociales. Ve el flujo y reflujo periódico de la vida en los pueblos, como un anatómico ve en las venas el curso de la sangre. Escarda cuidadosamente, entre los hechos diversos, los análogos; y los presenta luego bien liados y en hilera, como soldados mudos, que van defendiendo lo que él dice. Anda sobre hechos. Puede descontar de su raciocinio, como sin duda le acontece, un grupo de sucesos que debiera estar en él, y le hace falta para que no manque; pero no traerá nunca a su milicia formidable revelaciones que no recibe, ni especulaciones teóricas que con razón desdeña. De fijarse mucho en la parte, se le han viciado los ojos de manera que ya no abarca con facilidad natural el todo; por lo que, con tanto estudiar las armonías humanas, ha llegado como a perder interés, y fe, por consiguiente, en las más vastas y fundamentales de la Naturaleza. Y este aspecto le viene de su gran cordura y honradez; pues ve tanto que hacer en lo humano, que el estudio de lo extrahumano le parece cosa de lujo, lejana e infecunda, a que podrá entregarse el hombre cuando ya tenga conseguida su ventura; en lo que yerra, porque si no se les alimenta en la ardiente fe espiritual que el amor, conocimiento y contemplación de la Naturaleza originan, se vendrán los hombres a tierra, a pesar de todos los puntales con que los que refuerce la razón, como estatuas de polvo. Preocupar a los pueblos exclusivamente en su ventura y fines terrestres, es corromperlos, con la mejor intención de sanarlos. Los pueblos que no creen en la perpetuación y universal sentido, en el sacerdocio y glorioso ascenso de la vida humana, se desmigajan como un mendrugo roído de ratones.

LA FUTURA ESCLAVITUD
Tendencia al socialismo de los gobiernos actuales. –La acción excesiva del Estado. –Habitaciones para los pobres. –La nacionalización de la tierra. –El funcionarismo.

La Futura Esclavitud se llama este tratado de Herbert Spencer. Esa futura esclavitud, que a manera de ciudadano griego que contaba para poco con la gente baja, estudia Spencer, es el socialismo. Todavía se conserva empinada y como en ropas de lord la literatura inglesa; y este desdén y señorío, que le dan originalidad y carácter, la privan, en cambio, de aquella más deseable influencia universal a que por la profundidad de su pensamiento y melodiosa forma tuviera derecho. Quien no comulga en el altar de los hombres, es justamente desconocido por ellos.

¿Cómo vendrá a ser el socialismo, ni cómo éste ha de ser una nueva esclavitud? Juzga Spencer como victorias crecientes de la idea socialista, y concesiones débiles de los buscadores de popularidad, esa nobilísima tendencia, precisamente para hacer innecesario el socialismo, nacida de todos los pensadores generosos que ven como el justo descontento de las clases llanas les lleva a desear mejoras radicales y violentas, y no hallan más modo natural de curar el daño de raíz que quitar motivo al descontento. Pero esto ha de hacerse de manera que no se trueque el alivio de los pobres en fomento de los holgazanes; y a esto sí hay que encaminar las leyes que tratan del alivio, y no a dejar a la gente humilde con todas sus razones de revuelta.

So pretexto de socorrer a los pobres –dice Spencer– sácanse tantos tributos, que se convierte en pobres a los que no lo son. La ley que estableció el socorro de los pobres por parroquias hizo mayor el número de pobres. La ley que creó cierta prima a las madres de hijos ilegítimos, fue causa de que los hombres prefiriesen para esposas estas mujeres a las jóvenes honestas, porque aquellas les traían la prima en dote. Si los pobres se habitúan a pedirlo todo al Estado, cesarán a poco de hacer esfuerzo alguno por su subsistencia, a menos que no se los allane proporcionándoles labores el Estado. Ya se auxilia a los pobres en mil formas. Ahora se quiere que el gobierno les construya edificios. Se pide que así como el gobierno posee el telégrafo y el correo, posea los ferrocarriles. El día en que el Estado se haga constructor, cree Spencer que, como que los edificadores sacarán menos provecho de las casas, no fabricarán, y vendrá a ser el fabricante único el Estado; el cual argumento, aunque viene de arguyente formidable, no se tiene bien sobre sus pies. Y el día en que se convierta el Estado en dueño de los ferrocarriles, usurpará todas las industrias relacionadas con estos, y se entrará a rivalizar con toda la muchedumbre diversa de industriales; el cual raciocinio, no menos que el otro, tambalea, porque las empresas de ferrocarriles son pocas y muy contadas, que por sí mismas elaboran los materiales que usan. Y todas esas intervenciones del Estado las juzga Herbert Spencer como causadas por la marea que sube, e impuestas por la gentualla que las pide, como si el loabilísimo y sensato deseo de dar a los pobres casa limpia, que sanea a la par el cuerpo y la mente, no hubiera nacido en los rangos mismos de la gente culta, sin la idea indigna de cortejar voluntades populares; y como si esa otra tentativa de dar los ferrocarriles al Estado no tuviera, con varios inconvenientes, altos fines moralizadores; tales como el de ir dando de baja los juegos corruptores de la bolsa, y no fuese alimentada en diversos países, a un mismo tiempo, entre gentes que no andan por cierto en tabernas ni tugurios.

Teme Spencer, no sin fundamento, que al llegar a ser tan varia, activa y dominante la acción del Estado, habría este de imponer considerables cargas a la parte de la nación trabajadora en provecho de la parte páupera. Y es verdad que si llegare la benevolencia a tal punto que los páuperos no necesitasen trabajar para vivir —a lo cual jamás podrán llegar—, se iría debilitando la acción individual, y gravando la condición de los tenedores de alguna riqueza, sin bastar por eso a acallar las necesidades y apetitos de los que no la tienen. Teme además el cúmulo de leyes adicionales, y cada vez más extensas, que la regulación de las leyes anteriores de páuperos causa; pero esto viene de que se quieren legislar las formas del mal, y curarlo en sus manifestaciones; cuando en lo que hay que curarlo es en su base, la cual está en el enlodamiento, agusanamiento y podredumbre en que viven las gentes bajas de las grandes poblaciones, y de cuya miseria —con costo que no alejaría por cierto del mercado a constructores de casas de más rico estilo, y sin los riesgos que Spencer exagera— pueden sin duda ayudar mucho a sacarles las casas limpias, artísticas, luminosas y aireadas que con razón se trata de dar a los trabajadores, por cuanto el espíritu humano tiene tendencia natural a la bondad y a la cultura, y en presencia de lo alto, se alza, y en la de lo limpio, se limpia. A más que, con dar casas baratas a los pobres, trátase sólo de darles habitaciones buenas por el mismo precio que hoy pagan por infectas casucas.

Puesto sobre estas bases fijas, a que dan en la política inglesa cierta mayor solidez las demandas exageradas de los radicales y de la Federación Democrática, construye Spencer el edificio venidero, de veras tenebroso, y semejante al de los peruanos antes de la conquista y al de la Galia cuando la decadencia de Roma, en cuyas épocas todo lo recibía el ciudadano del Estado, en compensación del trabajo que para el Estado hacía el ciudadano.

Henry George anda predicando la justicia de que la tierra pase a ser propiedad de la nación; y la Federación Democrática anhela la formación de “ejércitos industriales y agrícolas conducidos por el Estado”. Gravando con más cargas, para atender a las nuevas demandas, las tierras de poco rendimiento, vendrá a ser nulo el de estas, y a tener menos frutos la nación, a quien en definitiva todo viene de la tierra, y a necesitarse que el Estado organice el cultivo forzoso. Semejantes empresas aumentarían de terrible manera la cantidad de empleados públicos, ya excesiva. Con cada nueva función, vendría una casta nueva de funcionarios. Ya en Inglaterra, como en casi todas partes, se gusta demasiado de ocupar puestos públicos, tenidos como más distinguidos que cualesquiera otros, y en los cuales se logra remuneración amplia y cierta por un trabajo relativamente escaso; con lo cual claro está que el nervio nacional se pierde. ¡Mal va un pueblo de gente oficinista!

Todo el poder que iría adquiriendo la casta de funcionarios, ligados por la necesidad de mantenerse en una ocupación privilegiada y pingüe, lo iría perdiendo el pueblo, que no tiene las mismas razones de complicidad en esperanzas y provechos, para hacer frente a los funcionarios enlazados por intereses comunes. Como todas las necesidades públicas vendrían a ser satisfechas por el Estado, adquirirían los funcionarios entonces la influencia enorme que naturalmente viene a los que distribuyen algún derecho o beneficio. El hombre que quiere ahora que el Estado cuide de él para no tener que cuidar él de sí, tendría que trabajar entonces en la medida, por el tiempo y en la labor que pluguiese al Estado asignarle, puesto que a este, sobre quien caerían todos los deberes, se darían naturalmente todas las facultades necesarias para recabar los medios de cumplir aquellos. De ser siervo de sí mismo, pasaría el hombre a ser siervo del Estado. De ser esclavo de los capitalistas, como se llama ahora, iría a ser esclavo de los funcionarios. Esclavo es todo aquel que trabaja para otro que tiene dominio sobre él; y en ese sistema socialista dominaría la comunidad al hombre, que a la comunidad entregaría todo su trabajo. Y como los funcionarios son seres humanos, y por tanto abusadores, soberbios y ambiciosos, y en esa organización tendrían gran poder, apoyados por todos los que aprovechasen o esperasen aprovechar de los abusos, y por aquellas fuerzas viles que siempre compra entre los oprimidos el terror, prestigio o habilidad de los que mandan, este sistema de distribución oficial del trabajo común llegaría a sufrir en poco tiempo de los quebrantos, violencias, hurtos y tergiversaciones que el espíritu de individualidad, la autoridad y osadía del genio, y las astucias del vicio originan pronta y fatalmente en toda organización humana. “De mala humanidad —dice Spencer— no pueden hacerse buenas instituciones.” La miseria pública será, pues, con semejante socialismo a que todo parece tender en Inglaterra, palpable y grande. El funcionarismo autocrático abusará de la plebe cansada y trabajadora. Lamentable será, y general, la servidumbre.

Y en todo este estudio apunta Herbert Spencer las consecuencias posibles de la acumulación de funciones en el Estado, que vendrían a dar en esa dolorosa y menguada esclavitud; pero no señala con igual energía, al echar en cara a los páuperos su abandono e ignominia, los modos naturales de equilibrar la riqueza pública dividida con tal inhumanidad en Inglaterra, que ha de mantener naturalmente en ira, desconsuelo y desesperación a seres humanos que se roen los puños de hambre en las mismas calles por donde pasean hoscos y erguidos otros seres humanos que con las rentas de un año de sus propiedades pueden cubrir a toda Inglaterra de guineas. Nosotros diríamos a la política: ¡Yerra, pero consuela! Que el que consuela, nunca yerra. La América, Nueva York, abril de 1884.

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