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Carta abierta de
la BANDERA CUBANA

Por PEPE FORTE/Editor de i-Friedegg.com,
y conductor del programa radial semanal AUTOMANIA
que se transmite cada domingo de 12:00pm a 1:00pm ET
por WQBA 1140 AM, y de EL ATICO DE PEPE, de lunes a viernes
de 5:00pm a 7:00pm ET, por WAQI 710 AM,
en Miami, Florida, ambas emisoras de UNIVISION AMERICA

Posted on March6/2013

Al mundo:
Quiero confesar: No fue un accidente… yo misma me zafé.

Soy la bandera cubana. Soy un símbolo patrio, la bandera de la nación. Soy joven, apenas tengo 165 años. Y soy divina, porque Dios me reveló en sueños a un patriota venezolano por Cuba, Narciso López, en 1849, que dictó fervoroso mi receta a un poeta, Teurbe Tolón, que me dibujó y dio color. Y desde entonces nací nostálgica de la tierra a que estaba destinada, porque todo esto ocurrió en Nueva York. No podía adivinar entonces que poco más de 100 años después sería también una exiliada.

La primera vez que el viento y yo nos manoseamos como amantes pérfidos y ardientes fue el 19 de mayo de 1850 en las calles de Cárdenas, y por eso le llaman la ciudad-bandera. Eso le costó la vida a mi padre, que por exhibirme como su hija para representar anhelos de libertad lo fusilaron soldados ibéricos bajo su bandera, la española. Yo no entendía mucho, pero intuí que ser colonia era cosa mala. Y ese día, el de mi bautismo público, aprendí el significado de verbos hermosos como ondear y enarbolar.

He escuchado que mi simbología es de origen masónico. Debe ser verdad, porque aunque en aquella fecha vi el sol, en realidad yo era ilegal, clandestina, y nací entre las sombras, y tuve que moverme aún entre ellas. A la media luz de la penumbra de recintos como los que aúpan conspiraciones —y yo misma era una— fui cosida y bordada la primera vez y las primeras veces en cada unas de mis multiplicidades, por gentiles manos femeninas que, emocionadas, como que sabiendo que de entre sus dedos brotaba una criatura condenada a la inmortalidad, hincaban la aguja con cuidado, como si en lugar de tela yo hubiese sido de piel y me doliesen las puntadas. ¿O es que acaso llegué malherida y desde entonces me suturaban? Luego, terminada, humedecí ojos testigos del instante como cuando se contempla un parto deseado, y como un bebé nuevo, besada y acariciada.

Pero tuve que dividir mi existencia entre vivir oculta y plegada en finos dobleces, y al aire y entre las balas. Mi tenencia podía significar para el portador una visa al presidio o al cadalso. Vi la sangre y la muerte, y vi la victoria y vi la derrota, pero siempre cargué la esperanza (y todavía, todavía...).

Luego tuve una hermana, la bandera de La Demajagua, la de Carlos Manuel de Céspedes, el Padre de la Patria. Pero no nos celamos. Y también tengo una prima, la bandera puertorriqueña. Las dos nos hacemos guiños y nos divertimos con nuestro patrón cromático invertido, y coqueteamos fingiendo superioridad en belleza, como dos chiquillas que son cómplices y buenas amigas, y que se maquillan para salir juntas a conquistar en la noche las galanterías de un escudo de armas para cada una.

Fui adoptada como la bandera de la soberana Cuba mambisa en la Asamblea de Guaímaro en 1869, pero hube de esperar hasta 1902 para ser izada en La Habana como el pabellón de la República nuevecita.

Mas mis tribulaciones de los tiempos de insurrección no desaparecieron, pues pronto fue arriada y sustituida por otra por un tiempo, porque escuché decir que mi gente todavía se peleaba entre sí, que todo el mundo quería ser jefe y tener la razón, y que el vecino —el de la bandera sustituta— era el único que podía poner orden en casa.

En realidad, estaba como que acostumbrada a mis propias ausencias y a compartir espacios. Fue durante uno de estos episodios que el bardo Bonifacio Byrne me dedicó una poesía que resiente, con el alma enlutada y sombría, afanoso busqué mi bandera ¡y otra he visto además de la mía!

A pesar de los pesares, fui la bandera de Cuba. Y fui digna y feliz. Ni gobierno democráticamente electo, ni dictadura golpista o transmutada en ello desde democráticamente electo gobierno, pretendió jamás primogenitura ni propiedad sobre mí. Y todo el mundo me quería, aliados o adversarios, que amorosa cobijé por igual bajo mi sombra.

Y qué alegría: crecí y me multipliqué en toda talla y material. He sido de algodón, de seda, de hilo, de papel, de cartón y, con el advenimiento del febril ímpetu tecnológico del siglo XX, hasta de tejidos sintéticos. He sido hilvanada en trama y urdimbre en telares, he sido impresa en imprentas con olorosas tintas, compuesta en artes manuales por hacendosas maestras de tercer grado, y nunca soy más bella que cuando me pinta un niño cubano. Y me han vestido con dorados festones y borlas de gala, aunque también he lucido cabizbaja crespones de luto. Y, maternal en agonía, como La Pietá, cubro el sepulcro de Martí.

Pero me veía orgullosa en una legión de mástiles por toda La Isla. Y viajé en barcos y carrozas, y me izaban en ceremonias, en inauguraciones y eventos. Y me encanta el béisbol. Y que me toquen el himno a mí. Porque soy vanidosa, es cierto. Adoro que me llamen la Bandera de la Estrella Solitaria.

Pero en 1959 pasó algo terrible e insospechado que jamás imaginé. Desde ese año y ya por más de medio siglo, una dictadura me define como propia, reduciendo mi dimensión nacional a lo puramente ejecutivo, y reclama una exclusividad y patrimonio sobre mí que no le pertenece. Esta regímen me deshereda en otros hijos de Cuba que discrepan de sus presupuestos, ignorando que yo soy la sábana tricolor que arropa y mima a todos los cubanos por igual, sin importar sus credos ni pareceres.

Por más de 50 años he sido invocada como parte de un capítulo, no de la novela entera, por un poder omnímodo que, a sabiendas mas no por ingenuidad, confunde a partido con gobierno y a gobierno con nación, y por eso se arroga el derecho ilegítimo de mi posesión.

Tuve que emigrar, pero desde la otra orilla soy más libre y democrática porque desde ella no digo que soy nada más de los cubanos de ese nuevo lado y no de los otros —que esa es la gran diferencia en cómo me perfilan en mi cuna—, sino que sólo digo que de lo que sí no soy es de ningún gobierno, y menos de una tiranía. Los cubanos de Cuba, todos, son mis hijos a pesar de los desvaríos de algunos, lo mismo que los cubanos de la diáspora. No distingo entre unos y otros.

Por más de cinco décadas he perdido protagonismo o, peor aún, éste me ha sido sustituido y desfigurado. No escapé a las escaseces y penurias materiales del pueblo cubano. Si no había tela para el vestir, ¿cómo habría de haberla para mí, para hacerme nueva y retirar mis viejas vestimentas? Así fui desapareciendo paulatinamente de los edificios públicos y hasta de las escuelas, y me vi magra y poco, empobrecida, raída, deshilachada y desteñida en los lugares en que a duras penas pervivía. A alguien se le ocurrió decir que la tradicional jura de la bandera de los colegiales a la entrada a clases era un rezago del pasado y esa costumbre, junto conmigo misma, pasó al olvido. Y también se hizo imposible que algún ciudadano pudiese comprar una copia de mí. Se aludieron mil razones, pero la verdad es que el gobierno temía que fuese usada contestariamente.

Por decreto más que por vocación ciudadana, de pronto me inventaron una bandera enemiga, la que tiene 49 estrellas más que yo. Y, sin preguntarme siquiera, me hermanaron con una roja decorada por un incomprensible emblema de un apero de labranza cruzado con una violenta herramienta de percusión.

Y como que para no perder la costumbre de hacerme a un lado, esta vez de papel, cada verano comenzaron a pegarme con engrudo en las puertas de la casas al lado de otra banderita, una rojinegra con un número 26 al centro.

Todavía no he terminado: Me llevaron como estandarte de campañas de expansión por el África, donde vi morir por gusto a miles de jóvenes cubanos en una guerra ajena, paradójicamente después de haberles adoctrinado con la idea de que la de Viet-Nam tenía para los muchachos norteamericanos la misma categoría.

Pero cuando creí que lo había visto todo, llegó lo que está pasando conmigo ahora en Venezuela…

Nunca fui quemada, nunca fui vejada físicamente. Ahora lo he sido. Y en mi dolor aún extiendo un manto de comprensión. ¿Cómo no van a querer prenderme fuego los venezolanos de sentimientos democráticos que ven en mí el emblema y la representación de un gobierno extranjero que ha penetrado su país, lo arruina y lo manipula, y que para colmo dice que yo soy su bandera?

La memoria de Narciso López no merece esta recompensa, que mis franjas blancas y azules y mi triángulo rojo que con tanto amor independentista él concibió, encarnen una injustificada extraterritorialidad ideológica y dependencia de una metrópoli del tercer milenio para la patria de Bolívar. Perdón papá... yo, no puedo más...

Por eso, cuando las cámaras de televisión del continente tomaron el miércoles 5 de marzo del 2014 cómo yo me desprendía de la amarradura mientras era izada en el asta durante la bienvenida a Raúl Castro en el aeropuerto de Maiquetía al son de la marcha de una desafinada banda militar, quiero confesar que no fue un accidente, ni un augurio. No. Fui yo, que por voluntad propia me sacudí y me zafé.

Dije que soy joven. Creo que ya no, creo que me han salido canas de la noche a la mañana. Estoy cansada, estoy avergonzada. Tengo pena, rabia y tristezas, tengo desánimo e impotencia. Y ya no quiero más que a través de mí y sin yo quererlo, se siga ofendiendo al pueblo venezolano. La bandera venezolana estaba a mi lado, y yo no podía mirarle a los ojos...

Por eso no me desprendí sin querer de la cuerda que me elevaba, como piensa todo el mundo, sino queriendo. Esa es la verdad.

Por favor, respeten mi decisión. Olvídenme, déjenme tirada en el suelo, y llorar en silencio... que a los sauces nadie se lo prohíbe.

 
Cuadro del artista cubano César Beltrán.